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El tiempo muerto

El tiempo muerto

Cada tanto entro a la iglesia, a una cualquiera, para sentir que me acerco a conversar con Mayra, mi madre. Si sirven para eso, no es poco. Nada hay ahí dentro para mí, excepto esto. Es decir, está todo. No porque crea en los eslóganes perversos sobre la perfección o santidad de las madres. Nada más alejado de eso. Entro porque ella se refugió en la religión y ahora, muerta desde hace casi 10 años, le pierdo resistencia al misterio. Me entrego a lo simbólico para dar pie a la imaginación. 

Huelen a madera y a polvo. Siempre hay un nido, vacío o no, en las partes altas. Hay poca luz, que entra dosificada por los vitrales (o los falsos vitrales).

No se conversa en la iglesia, de modo que es el lugar perfecto para reproducir nuestros diálogos en vida. Intercambios sin palabras. Conversaciones de estar.

Es una mañana de junio en Madrid y estoy sentado en la última banca de una iglesia en los alrededores de la estación de metro Cuatro Caminos. Las iglesias, como los aeropuertos de Augé, son un no lugar. Esta misma, por ejemplo, podría ser la de Zapote o la de Santa Lucía de Barva. Si escarbamos un poco, las madres y los hijos somos también un no lugar.

Hay una población flotante aquí. Salen unos, entran otros. No hay misa ni oficio de ningún tipo. Es, digamos, el tiempo muerto de las iglesias. Exactamente el que busco para estar unos minutos con el tipo de recuerdos más parecido al gran enigma.

Me dediqué a vivir entre palabras. No voy a recurrir a la asociación perezosa de “porque no pude conversar de verdad con Mayra”. No hay manera real, definitiva, de saber por qué nos apasiona lo que nos apasiona.

Voy a encender una vela votiva para Mayra. O para mí. O talvez porque, en un sitio oscuro, parecen el idioma de un lugar mejor.

Palabras físicas: tres rotas rojas, cría bestias feroces

Flores en el suelo

© Samoa,