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CH₂Cl₂

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Deja el tubo del fregadero abierto para que los restos se laven más rápido y una masa semitransparente de burbujas se infla estancada, dedicada a crecer. Agarra la esponja tomando distancia. El jabón es absorbido y luego gotea en forma de espuma. Los guantes no aparecieron. Ni en las cajas, ni en las maletas. Los imagina en la casa vieja. Puestos en algún punto obvio que pasó por alto. La reacción de los nuevos dueños cuando los encuentren, si los irán a botar o no. Mañana tendrá que salir temprano a buscar alguna tienda. A conocer el pueblo. A encontrar una farmacia. Los platos dejaron de interesarle: mueve las manos con una prisa alarmada, evita dejarlas quietas. Busca variaciones en el color de su piel, puntos que le digan que sí, que aún es alérgico. En el escurridor todo gotea, dejando charcos con pequeñas concentraciones de jabón. El pulso nerviosamente temblando. El pulso temblando con seguridad.

Cuando ella entra, lo encuentra sentado en el sillón. Viendo fijo hacia el televisor. Las manos sumergidas en un tupperware con agua y hielo. Parece alguien con un hobby extraño o un nuevo tipo de meditación. De cerca, la imagen es más clínica: pequeños vasos capilares que estallan y se vuelven gusanos de sangre disueltos en agua. Las manos en erupción. Le pregunta por qué no esperó, que los platos podían quedar sucios un día. Él saca las manos del tupperware cada cierto tiempo y las sostiene goteando, como algo preciado, pero solo son dos manos que se hinchan como una caricatura recién golpeada.

Da vueltas por la casa. Abre la puerta de alguna habitación, enciende la luz y se queda un rato apoyada en el marco. A veces entra y mueve cajas. Pasa las manos por las paredes e inclina la cabeza en distintos ángulos buscando imperfecciones. Hace presión sobre un borde de papel tapiz que se quiere despegar. El pegamento seco que se agruma en el concreto y la esquina de tapiz que siempre queda colgando. El piso es de madera y rechina en distintos puntos, como si abajo hubiese un sótano del que aún no saben nada. Se vuelve a sentar a su lado. Los sillones perfectamente nuevos aún tienen puestos los plásticos cobertores de la mudanza. Él abre y cierra las manos. Respira con una paciencia exhausta. Dentro del recipiente se forman pequeñas olas que chocan entre ellas y forman olas nuevas.

Su alergia es una excepción. La dermatitis de contacto pocas veces evoluciona a una dermatitis atópica. A él le gusta llamarla eccema. Las placas de la piel se rompen y se crean varias grietas que a su paso revientan vasos capilares. Es causado por el contacto con alguna sustancia irritante. En su caso, la dermatitis reacciona con el diclorometano o cloruro de metileno, un líquido sintético e incoloro que generalmente es usado como disolvente industrial pero que también está concentrado en pequeñas cantidades de jabón para platos.

Hay quienes tienen patios amplios y encienden en ellos cajas llenas de pólvora comprimida. Todos los cohetes suenan como un tren que se descarrila. Días antes, las autoridades pidieron la colaboración de los vecinos en no estallar pólvora por posibles confusiones con armas u otros explosivos. Solo que es inconfundible. Los disparos siempre se escuchan cercanos. Cada vez que se repiten, ellos se miran, revisan que ninguno haya sido impactado por una bala perdida y respiran en silencio. En ese orden. Pueden ver en sus caras los restos de luz intactos que salen del televisor.

Cuando firmaron los papeles, la alegría en el rostro de la dueña era una alegría estrecha. Antes de irse, lo dijo con un tono casi maternal:

−No es necesario que se muden de inmediato −los tres quietos en la entrada de la casa vieja−. En las noticias dicen que el toque puede durar como máximo un mes. Que no es del todo constitucional.

Ella le sonrió.

−No, no pasa nada. Ya lo hablamos.

La señora los abrazó y se fue. Ella ya estaba volcando manteles y dejando caer las migajas en la mesa. Abrió y cerró cajas que aún tenían cosas por usar.

El microondas es nuevo y en el vidrio sigue pegado el plástico adhesivo. Los recipientes de estereofón, uno al lado del otro, parecen experimentos simultáneos sobre las ondas de calor. Humean pero nada se quema. Los saca y los vuelve a meter porque no está segura de cuánto tiempo tarda en cocinarse la sopa instantánea. Echa ambos recipientes en un bowl grande y toma una sola cuchara. Hay fideos y pequeños trozos que el empaque dice que son camarón. Mastica y deja salir el calor. De fondo, sus cachetes imitan el sonido de válvulas. Si la cuchara es un avión, es un avión que pierde el motor.

En su momento, en la casa vieja, la cara se le torció en distintos puntos discretos, apenas visibles.

−¿Un toque de queda?

−Sí, pero no es problema −dice la dueña. Las autoridades prometieron que no duraría más de un mes. La casa quedó dentro del perímetro de allanamientos, a veinte kilómetros está el borde más cercano.

−Y ¿por qué un toque de queda? Usted nos dijo que la zona era segura.

−Y lo es, en serio. Es solo una precaución temporal.

−¿Precaución de qué? Temporal…, ¿cómo?

La dueña apoya las manos sobre la mesa en posiciones paralelas. Alza la cara, casi sonriente, como indicándole que respire. Lo vuelve a ver a los ojos de la forma en que mira cuando se repite algo de memoria.

En la pantalla, dos australianos en Kenya comen un pescado entero que tiene los ojos tostados. En el bowl, los camarones se enredan entre los fideos como una trampa mortal muy obvia. El humo es interrumpido. No. El humo es arrastrado cada cierto tiempo, cada vez que él sopla. Entonces se disipa y emergen nuevos humos. La sopa, semioscurecida, refleja varias luces internas, creando brillos opacos entre los cubos de zanahoria, chile dulce e ingredientes no identificados.

−¿Sabés que ese hilito negro, medio café, con el que vienen los camarones, no es caca?

−¿Qué es?

−Es el tracto digestivo. Ni siquiera es un hilo. Es un tubo.

−Sigue siendo caca.

−No. La caca queda afuera. Cuando los pescan. Eso es solo comida procesada. Plancton.

Pero ella no quiere responderle. Su cuello, sin vibraciones ni nada, parece un cuello de plástico, nítidamente liso.

Medio riéndose, medio aburrido, bromea con que la próxima vez que cocine camarones, los va a dejar así, con todo y tracto. Ella sostiene la cuchara en el aire sin decir nada. El avión que perdía un motor es ahora un caza silencioso que planea sobre un mismo punto.

Un puño de piernas entra corriendo a la casa de al lado. La ráfaga de detonaciones casi inmediata recorre la calle y regresa con el sonido de las ventanas. Una siguiente sordera leve. Él se asusta y tira el tupperware, no lo tira, se le resbala, lo deja caer. En la ropa de ambos se expande el agua oscureciendo los colores de la tela. El agua sobrante, que es mucha, cae en el plástico cobertor y gotea hasta el suelo. Aparece un charco.

−Yo traigo un paño −los ojos malhumorados formándose−. Quedate sentado.

De espaldas, más que preguntárselo, solo lo dijo, fácil: por qué putas lavás los platos si no tenés ni guantes ni crema.

Con las manos fuera del agua es como si pudiese sentir la piel empezando a cicatrizar, los tejidos que de inmediato se cosen a sí mismos.

−Dejá de mirarme así. Ajá, esa cara de mierda. Ya no puedo hacer nada. Ya nos mudamos. Asumilo.

Regresa con el paño y él sigue inmóvil, plantándole la mirada. De la boca le sale un aire perfectamente inaudible. El silencio entre él, ella y el agua derramada es el silencio de la pólvora que al parecer se agotó. Los vecinos regresaron riendo. La refrigeradora se reinicia y es como la respiración de un motor con asma.

Logra absorber partes de agua derramada y otras las empuja, adelgazando el charco. Todo esto ya él lo sabe: ella nunca fue muy buena limpiando el piso. Arrodillada, su torso se mueve de adelante hacia atrás, casi frenada parece un artefacto sexual que sigue en fase de prototipo. Huele a limpio pero sin aroma. Cubos diminutos de hielo patinan por el suelo y se derriten a velocidades mayores.

Cuando ya todo está seco, el televisor está apagado. Aún de rodillas, puede ver las piernas descalzas caminando hacia el baño. Varias tablas de madera se hunden a su paso y se lo imagina cayendo infinitamente en un sótano secreto. Una luz demoledoramente blanca estampa sombras bien definidas en la pared del pasillo. Mientras se lava los dientes, puede ver en el espejo del baño su mano hinchada acercándose a la boca. La espuma, que en un ambiente cómico sería rabia. Y escupe.

Ella sigue directo hacia el cuarto. Las cajas esparcidas parecen cuadras saturadas de edificios. La caligrafía de ambos se entremezcla en rotulaciones que antes no parecían categorías posibles: «cables, escarcha, manteles lisos». La ropa que no cupo en las maletas es ropa que cupo en bolsas. Él las cerró con masking tape antes de subirlas al camión. Ahora están abiertas al pie de la cama, rasgadas. El masking no cedió. Por la ventana entra un viento que las infla y se vuelven a desinflar. Antes de dormir, ella intenta hacerles un nudo sencillo y les pone encima libros porque le aterra la posible entrada de cucarachas o ratones. Él le dice que si quisieran entrar igual entrarían, que son invertebrados, ágiles. Ella le dice, con la mano en el apagador, que los ratones tienen columna lumbar. Todo queda a oscuras. El poco aire en las bolsas sigue saliendo y es como si muchas cucarachas quedasen adentro. Una patrulla recorre la calle con las luces encendidas. La cortina se vuelve roja, luego azul, luego roja y luego negra. Así se queda por los próximos cuarenta o cuarenta y cinco minutos.

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Fotografía de Bill Barvin.

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