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Fallen Leaves

Fallen Leaves

Es mi primer día realmente libre en muchos meses. Pasé una temporada loca de semanas y semanas en un proyecto del trabajo que parecía que nunca iba a terminar. En realidad no lo terminé, lo dejé todo. Después de trabajar siete años en mi organización nos es posible tomar tres meses de sabático, y yo lo iba posponiendo y dándole largas, hasta que ya no fue posible. Así que un viernes cerré la computadora y dije bueno, ya fue. No la he vuelto a abrir hasta el momento en que escribo esto.

El sábado, como era de esperar, desperté con el dolor de cabeza y cuerpo normal. En el transcurso del día se fueron intensificando los síntomas hasta hacerse insoportables. Una pequeña infección urinaria aprovechó la ocasión que le dio mi sistema inmunológico hecho mierda y me atacó con todas las ganas. Lo que normalmente se me quita con un día de jugo de arándanos, esta vez me tiró en la cama como si fuera malaria. La cabeza por explotar con cada tos, una calentura tropical que me hizo dejar la silueta en las sábanas varias veces, un viaje alucinatorio a conseguir antibióticos (la verdadera revolución tecnológica). El estrés es a veces como una de esas vigas estructurales que es peligroso demoler sin tomar precauciones, porque se te cae el edificio.

El miércoles abrí los ojos y me sentí persona. Saqué la maleta, tiré varias cosas en ella hasta que quedó llena como si me fuera para siempre. Me fui al aeropuerto y solo unas horas más tarde ya estaba en otra ciudad, en Portland.  

Cuando la gente normal me pregunta qué hago aquí, si vengo a visitar a alguien o a trabajar, no me queda más remedio que decir la verdad: que necesito algún lugar donde estar sola. Que no me puedo ir a una cabaña en el bosque en las montañas profundas porque no soy tan amiga de la naturaleza, me dan miedo los incendios forestales y los gringos con escopetas, no me gusta manejar por esos pueblos de serie de misterio de Netflix, y siempre está el riesgo de perder la cabeza y terminar escribiendo algo terrible como Ser y Tiempo. Lo mejor que puedo hacer es ir a una ciudad mediana con muchos árboles, que huele a bosque, y donde viven algunos amigos.  

Aquí pienso pasar algunos días en otro escenario, pensando en algo más. No traje la computadora, solo un tecladito necesario para escribir en el iPad. Traje mis lápices de dibujo. Traje mi alfombrita de yoga. Este es mi propio retiro creativo, sin gente que me joda, sin meditación programada, sin caminatas obligatorias. Quisiera decir sin horarios, pero yo no soy así: lo que tengo que decir es que es mi propio horario, una rutina autoimpuesta que me funciona solo a mí y horroriza a otros. 

La primera noche en Portland, después de unas horas con los ojos cerrados, salí a comer un rollo de sushi a un carrito de la calle y después regresé a mi casa temporal, un apartamento de sótano en un barrio en plena gentrificación. Es el otoño aquí, muy claramente. Las horas cambian de color y se caen, la temperatura es coherente con la idea del otoño. Vivir en California es tan atemporal. En fin, volví al apartamento y sin pensar en la coincidencia decidí sentarme a ver Fallen Leaves (2023), de Aki Kaurisimäki. Una película finlandesa con tanto éxito no se ve todos los días. 

Era la película que necesitaba. Es de colores hermosos pero un poco muertos. De canciones tristes en todos los idiomas, de ambientes deprimentes y llenos de humo, sustancias tóxicas y luces fluorescentes. De vidas sin consecuencia, un día después del otro en trabajos humillantes, precarios, físicamente matadores. Pero las noches son del karaoke, del bar que toca tangos, del cine que muestra películas locas. La guerra está en la radio, tan cerca. La Internet tan lejos y tan cara que bien podría no existir. La promesa de Fallen Leaves es que en medio de toda esta batalla contra la incertidumbre, la falta de dinero y la mala suerte, alguien podría llegar a vernos. Imperfectos, mal nutridos y llenos de problemas. Alguien incluso podría llegar a buscarnos, a perdernos la pista otra vez, a esperarnos por el tiempo que sea necesario, a ser la persona equivocada un día y la persona correcta al día siguiente. No existe la promesa de felicidad, solo la promesa del intento.  

Hoy me siento en un café muy moderno en la calle principal. Me tomo un latte y me como un bagel muy salado, ignorando un poco mis planes de llevar una alimentación un poco más balanceada que me ayude a sanar este cuerpo maltrecho, arruinado por el brete. Escribo este textito, que es un buen comienzo. No he escrito nada en meses que no fueran emails gritones, informes detallados, hojas de cálculo severas. Esto es posiblemente lo mejor que puedo hacer, y eso es suficiente. No tengo grandes proyectos para estos tres meses, prometo no invertir ni un segundo en convertirme en mejor persona o hacer algo “de provecho”. No en mi tiempo libre, ni loca. Los días se extienden delante de mí como un vacío vertiginoso, pero esta tarde creo que voy a ir a la biblioteca central, a ver cómo es. 

En uno de los momentos hermosos de Fallen Leaves la protagonista debe elegir una historia para leerle a un paciente en coma. Pero cuando empieza a leer de una revista, se da cuenta de que la historia que ha elegido es macabra y horrible, y decide que la versión de la realidad que cuenta la revista no es lo que vale la pena vivir. Hay que contar otra historia, una en la que Finlandia juega contra Brasil en la final de la Copa del Mundo. Para querer despertar de un trance prolongado no se puede confiar en la verdad, hay que inventarse una historia nueva que nos prometa despertarnos en un mundo que querríamos habitar. Entonces eso es lo que hago aquí: despertarme en una historia inventada con otras posibilidades, en la que el trabajo no me sostiene en pie como una columna frágil de tuquitos de madera. En esta vida imaginaria mi tarea es vivir este día frío y con viento, las hojas crepitando bajo los pasos, la promesa del intento.

Entrevista con Agustín Acevedo Kanopa

Leche derramada

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