Una historia de guaro
Como en Husbands, aquella película de Cassavetes, el desencadenante de esta historia es la muerte de un amigo. Tomemos ese punto de partida y hagamos un desvío, como si fuese una versión criolla, o más bien una variación, y digo variación de la misma forma en que se dice variación en música. Tal vez no tengan nada que ver, solamente escuché entre dormido y despierto una entrevista en la que alguien hablaba de la película. En mi mente semiapagada inventé una trama posible. Digamos que está el amigo muerto, están el hombre o los hombres de mediana edad y está el alcohol. Al amigo muerto pongámosle el nombre de Juan Pablo. Cáncer de testículo. Cuarenta años. Cuando le avisaron a Fernández, le empezaron a temblar las manos y se quedó mudo por diez minutos mientras Ariadna, la esposa, lo miraba con preocupación.
Más temblor de manos y un casi llanto que se quedó ahogado en la garganta porque probablemente Fernández ya ni se acordaba de lo que era llorar. Entendía las sensaciones que podían llevar al llanto, los momentos previos que avisaban la llegada del llanto, pero había perdido la capacidad de dar el siguiente paso.
De todas maneras Fernández, Andrés y Corcho sabían que iba a morir. Era un hecho lamentable con el que más o menos se habían reconciliado, pero es de esperar que la noticia concreta de la muerte, el final previsible pero no por eso menos triste, desatara una reacción de perplejidad. Los tres, en diferentes momentos, pensaron lo mismo, y no por ninguna clase de telepatía, sino porque es un pensamiento común en tales ocasiones: “Cuando se mueren los amigos que crecieron con uno es que ya se empieza a envejecer”.
Ese crecer juntos no es distinto a lo que a cualquiera se le viene a la mente con la expresión “crecer juntos”. Mismo barrio en Guadalupe, mismo colegio, misma universidad, distintas carreras, mesas de tragos en donde aburrían a los presentes hablando y hablando del “colegio” y el “barrio”. Ese tipo de lazos en los que debe ser agradable estar incluido pero que desde afuera parecen algo cerrados: demasiados chistes internos, demasiada historia común.
El fin de semana después del funeral los tres se reunieron en la casa de Corcho en Santa Ana. Las esposas se quedaron cautelosamente en la sala, cada tanto saliendo al patio para conversar un poco y fumar, mientras los tres recién estrenados cuarentones hacían su catarsis, o su forma de llorar, que era beber.
Miraban las montañas de las que ya empezaban a brotar luces y rememoraban las mismas historias que antes eran repetitivas para todos menos para ellos y que ahora tenían un tono elegíaco. Las veces que se escaparon del colegio para ir a fumar mota a un lote cercano lleno de indigentes y mosquitos de dengue. Los puñetazos que se dieron en quinto año con las “pintas” de un barrio cercano y que los llevaron a esconderse por una semana; al final eran de clase media, nada dispuestos a pasar al arma blanca o de fuego. Los primeros tragos en bares laxos con la entrada de menores de edad, un grupo de carajillos enclenques sin ninguna posibilidad de ligar, ni siquiera en la madrugada. Conciertos de largamente desaparecidos grupos de punk, maratones de películas, centenares de horas nocturnas sentados en alguna acera. Todas esas cosas que ya parecían de otro mundo.
Pero se seguían viendo cada cierto tiempo porque quizás juntos podían hacerse viejos de forma un poco más entretenida, mediante el filtro benevolente del alcohol.
Las anécdotas de adultez, como suele ocurrir, eran un poco más deslucidas y de vez en cuando consistían en indiscreciones maritales que en ese momento no era muy sensato rememorar en voz alta. De la misma manera en que al mismo tiempo pensaron “cuando se mueren los amigos que crecieron con uno es que ya se empieza a envejecer”, recordaron esas indiscreciones en las que estaban entrecruzados, en las que tal vez se haya compartido alguna que otra pareja. Ese tipo de cosas que unen, aunque sea por las consecuencias catastróficas que provocaría la revelación de la verdad.
Fernández es abogado, Corcho y Andrés son lo que se llama “mandos medios” en una empresa estatal. Nada de esto importa realmente, pero asignemos esas profesiones para dar cierta idea de recién estrenado cuarentón: ni de “clase popular” pero tampoco con el suficiente pedigrí para la alta burguesía nacional ni la cantidad necesaria de dinero para la categoría “nuevos ricos”. El rasgo más excéntrico de Fernández es que le gustaba escribir desde la adolescencia, pero no era un tema sobre el que iba a hablar con sus amigos. Era otro tipo de amistad, nada de lecturas temblorosas de sus poemitas frente a la reacción seguramente burlona de los otros tres.
La reunión en la que conmemoraron la vida de Juan Pablo terminó por ahí de las 4 de la madrugada, y fue Andrés el que a pesar de su intoxicación los disuadió de la idea de ir a una “discoteca”. Aclaró que ya ni siquiera se les dice así, que era una polada según sus compañeros jóvenes de la empresa estatal.
A la mañana siguiente, Fernández le dijo a su esposa que la resaca que tenía iba más allá de cualquier resaca normal, que ni la edad, ni la cantidad de alcohol, ni la mezcolanza, ni el peso emocional de conmemorar a un amigo muerto eran proporcionales al sentimiento de muerte inminente, de pesadez física y mental que en ese momento estaba viviendo. Ariadna, algo acostumbrada a los arranques de hipocondría de su marido, no le hizo mucho caso, ella tenía un ligero dolor de cabeza y no pensaba bajo ninguna circunstancia cumplir el rol de enfermera. “Me muero, me muero”, le dijo patéticamente Fernández. Ella se bañó, tomó dos aspirinas y se fue al gimnasio.
Fernández se volvió a acostar, en calzoncillos, sin cobija, con el ventilador prendido al máximo. Se dio cuenta de que tenía las manos rígidas, que intentaba cerrar un puño y era incapaz. “Estoy viejo, estoy viejo, estoy viejo, ya no aguanto el alcohol”, se empezó a decir a sí mismo. Hizo la promesa de todo resacoso: no volver a tomar y etcétera.
Esta es la parte en la que la historia deja de girar alrededor de un amigo muerto y empieza a ser un poco más sobre la idea algo paradójica de si escribir ayuda a beber menos. Algo que desde la evidencia empírica parece improbable.
Fernández dejó de trabajar en todos esos cuentos que tenía en una carpeta de su laptop. Ninguno le convencía lo suficiente. Se dio cuenta de que escribía mucho sobre hombres maduros y mujeres jóvenes. Le dio algo de vergüenza la insistencia en esa temática, cada vez más cercana a una fantasía sexual ordinaria que a la exploración de dinámicas de poder, la seducción, el declive de la virilidad o cualquier otra razón más o menos “digna” que podría existir para justificar esas tramas.
La inmovilidad momentánea de las manos, el sentimiento pesado y depresivo, el vómito, la tortícolis le dieron un nuevo proyecto de escritura: la relación con el alcohol desde los doce hasta los cuarenta años, su historia personal del alcohol, con los bajos más bajos y los altos más altos. A su manera, una despedida.
Primero se le ocurrió que escribir sobre el alcohol sin tomar resultaría algo extraño, que probablemente habría que cumplir la máxima de “escribir borracho, corregir sobrio” o incluso darle vuelta: “escribir sobrio, corregir borracho”. Reflexionó unos 5 días al respecto sin concretar media página.
Un viernes fue al minisúper a comprar un six-pack de Imperial dispuesto a empezar el texto que gradualmente lo haría dejar el alcohol. Arrancó así:
El 31 de diciembre de 1988 mis primos mayores y yo huimos al patio mientras los adultos esperaban el año nuevo. Ahí, con el sonido de los juegos de pólvora de fondo, probé mi primera cerveza, el cielo estallaba en colores que tenían un significado único para mí, un mensaje secreto: me estaba haciendo hombrecito.
Le pareció demasiado efectista, y un poco plano a la vez. Lo intentó de nuevo:
Noche fría de pólvora, un patio en la semipenumbra, cinco o seis pubertos, entre ellos yo, 12 años, 1988, señales en el cielo mientras mi boca sentía por primera vez el sabor de la cerveza, las señales no eran 1989, eran te estás haciendo hombrecito.
Este era quizás demasiado fragmentado y con un tono que no se adaptaba a la situación descrita. Lo intentó unas 6 o 7 veces. Quedó más o menos satisfecho con la descripción detallada del patio, la relación desde entonces inquebrantable entre el primer trago de cerveza y el vestido corto de lunares blancos de su prima que se movía con el viento frío de la noche. Ese tipo de cosas. No probó nada de alcohol mientras escribía esos primeros párrafos.
Ariadna pidió que le leyera lo que llevaba hasta el momento. Siempre aguda y crítica con su marido, le señaló que “una historia personal del guaro” le parecía una salida fácil, le rogó que tuviera huevos y escribiera sobre la historia de sus amigos, sin usar el guaro como defensa, como hilo conductor. También se mostró incrédula ante la supuesta voluntad que expresó de retirarse a la sobriedad. Fernández se quedó pensándolo un poco y siguió en la misma línea que llevaba, solo para no ceder ante la observación de su mujer. “Esta es una historia de guaro, no me importa lo que piense esa hijueputa”.
Mientras Fernández intentaba la sobriedad, Corcho y Andrés seguían bebiendo, para usar una expresión pasada de moda, “como cosacos”. Esto lo pudo comprobar en sus reuniones quincenales, que iban rotando de casa. Además de darse cuenta de lo poco interesante que es hablar con borrachos estando sobrio, supo que pasada la fase de duelo por el amigo prematuramente desaparecido, los temas de conversación se iban agotando. Eran tres crisis de mediana edad que empezaban a correr por direcciones distintas y todavía no muy claras.
El texto, que seguía formándose sin ningún apoyo etílico, ya había pasado de la inocencia puberta y la algarabía adolescente hacia territorios un poco más deprimentes. La primera vez que fue infiel: su novia de los veinte años fuera del país, una noche en Jacó, olor a humo de cigarro en todas partes, whisky lija, una mano debajo de la mesa, un regreso a San José con la cabeza taladrada. Después, los episodios picarescos pero vistos en retrospectiva, algo penosos: desnudez en la vía pública, invasiones a escenarios en algún concierto, violaciones a la ley de tránsito.
Escribió sobre una vomitada particularmente humillante en un bar cercano al parque Morazán. Un grupo grande, quizás de unas diez personas, ni siquiera era tan tarde, por ahí de las once, no se pudo controlar y un chorro de vómito empezó a salir de su boca, el mesero solo pudo decir: “¡Hey, muchacho, eso no se puede hacer!”, frase que siguieron repitiendo toda su vida en recuerdo del alarmismo poco efectivo del mesero.
Pero sintió que el asunto se estaba desvirtuando un poco, convirtiéndose en un simple anecdotario de borrachos. Cerca de la medianoche tuvo el impulso de abrir una botella de vino chileno de calidad dudosa, y al mismo tiempo pensó que era necesario escribir el origen del apodo de Corcho, pero eso le pareció un estancamiento en el mismo tono anecdótico. Algo desanimado, se fue a dormir.
Organizó una rutina de escritura. Los días entre semana frente a la computadora, después del trabajo, nunca antes de las nueve de la noche, escribía un poco y debatía si ese día bebería o no. Siempre terminaba optando por la sobriedad. Ya compraba alcohol para no tomárselo, como una superstición. Alineaba las botellas en el escritorio y eso le daba cierta satisfacción estética, los distintos colores y logos, los recuerdos que eso le traía. Ariadna estaba cada vez menos en las noches. La nueva sobriedad de Fernández empezó a coincidir con un interés de su mujer en temas dispersos. Siempre una mujer activa, Ariadna pasó a lo que ya se podía considerar como hiperactividad, más que nada orientada a ver a su marido lo menos posible.
“Me metí en un taller de poesía”. “Mañana voy a una reunión de las excompañeras de la U”. “Hoy empiezo pilates”. “Los viernes me invitaron a un seminario de estudios freudianos”. “Estoy en un club de cine con las otras profes de Políticas”. Así, cada semana un interés nuevo, una agenda de primera dama. “Ya ni me importa a quién se esté cogiendo”, pensó Fernández con amargura.
En el transcurso de las semanas fue avanzando un poco más, y sin que le pareciera ninguna obra maestra, creyó llegar a un tono adecuado, sin ser ridículamente celebratorio, pero evitando el moralismo empalagoso del arrepentido. Se dio cuenta de que conforme escribía y se acercaba a las anécdotas más deprimentes, su deseo por el alcohol iba decreciendo, como si fuera una desintoxicación.
En todo el proceso de escritura seguían las reuniones cada vez más esporádicas con Andrés y Corcho. Notó que a pesar de los acontecimientos tristes de los últimos meses, ambos mantenían cierto grado de jovialidad y por supuesto seguían bebiendo. Fernández estaba más achacoso, más gordo, más abatido, y todo eso sin el desgaste físico de la bebida. “¿Cómo harán estos hijueputas?”, pensó. “¿Cómo hacen ustedes, hijueputas?”, les dijo segundos después. Respondieron al mismo tiempo y con el mismo gesto: encoger los hombros. En particular le obsesionó la apariencia de Corcho porque lo notaba rejuvenecido, más delgado, con una bonhomía inquebrantable, ropa nueva, como de alguien diez años menor, pero milagrosamente no se veía ridículo. “El guaro me mantiene joven, seguramente”, fue lo que dijo.
A Fernández se le ocurrió que quizás Corcho se estaba tomando todo el alcohol que él había dejado de tomar, como una especie de intercambio silencioso. La sobriedad le estaba dando el único texto con el que se sentía más o menos satisfecho desde hacía años, mientras que el creciente consumo de alcohol de su amigo, que tomaba por los dos, para decirlo de alguna forma, le estaba produciendo una revitalización inexplicable que haría rabiar a todos los doctores y policías de la salud.
En las fiestas de fin de año, luego de un par de meses de no ver a Corcho, lo encontró de la misma manera, pero incluso ahora parecía que, sin haber tomado, tenía la beatitud que a veces dan tres vasos de whisky. No podríamos decir que había quedado perpetuamente borracho, pero sí con una “llamita”, como si su cuerpo fuera capaz de producir etanol. La idea de Fernández se volvió todavía más irracional: “Él toma y soy yo el que sufre las consecuencias”. De repente tuvo sentimiento de culpa porque quizás había explotado demasiadas anécdotas vergonzosas de su amigo en el texto: infidelidades, berrinches, negligencias laborales que habían quedado como secreto. Puede ser que su deterioro físico se debía a semejante indiscreción literaria, aunque por supuesto él mismo no quedaba muy bien parado en la historia.
El objetivo de dejar de tomar y terminar sus memorias etílicas se logró. Quedaron casi 100 páginas de anecdotario a veces gracioso y en otras crudamente sincero, “sincericida”, incluso, aunque matizado por cierta introspección y hastío. A través de un amigo más joven logró que lo empezaran a publicar por partes en el blog de un periódico de circulación modesta, para nada el cenit de la gloria literaria pero al menos algo. La finalización de estas memorias no detuvo su propia crisis de mediana edad. Una crisis en total sobriedad, para peores.
Por supuesto Ariadna se largó con algún instructor de pilates, un psicoanalista o, por qué no, alguna de las profes de Políticas. Cualquiera de las tres posibilidades es veraz y en todo caso irrelevante. De la misma forma en que Corcho se bebió lo que dejó de beber Fernández, con resultados sorprendentes, este último empezó a vivir las tramas de sus cuentos sobre mujeres jóvenes y hombres mayores, con resultados menos notables.
Terminemos con la imagen de Fernández en algún bar mugroso de Puntarenas, su Harley Davidson parqueada afuera, mirando ansioso a la clientela femenina desde la barra, acompañado por una Ginger Ale.
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