El conde de la Fortuna
I
Fue apenas unos meses atrás cuando acepté asistir, con más docilidad que entusiasmo, a un paseo con un grupo de amigos que decidieron un destino hasta entonces desconocido para mí, pero que no me provocaba excesiva curiosidad: La Fortuna de San Carlos. Nuestra intención era “aprovechar” un verano que faltaría poco para que alcanzara temperaturas infernales. Los elementos que llevaron al alquiler de la casa en que nos hospedamos parecen salidos de una película de horror más o menos apegada a la ortodoxia, empezando por el precio sospechosamente bajo, la total ausencia de reseñas y el nombre del propietario, similar al de una especie de conde italiano del siglo xix: Landulfo de Benevento.
Al Conde ni siquiera lo vimos pues, como es la costumbre de estos tiempos impersonales, la transacción se hizo mediante escuetos mensajes en Airbnb y las llaves quedaron en una caja de seguridad de la que anteriormente conocíamos el código.
Era un grupo algo particular, pues lo formábamos dos solterones y dos parejas; pero, al ser amistades de larga data, el revoltijo no resultaba del todo incómodo. Al contrario, vaya a saber si nuestros amigos emparejados ansiaban un respiro, mientras que los solterones necesitábamos salir. Si nos preguntaban de forma genérica cómo nos llevábamos, pues nos llevábamos bien, con las fricciones que pueden surgir de seis personalidades distintas. Para un paseo de dos días nos llevábamos bien. Esa era la experiencia previa, “llevarnos bien” en minúsculas.
Apegándose fielmente a las fotos, el alojamiento era una pintoresca casa de madera que, al verla en persona, tenía un aire de juguete, además de estar incongruentemente insertada en el paisaje sancarleño. El tono uniformemente marrón y el techo de tejas me recordaba las construcciones hechas con Lego, y era en realidad lo suficientemente acogedora y simpática como para tener su ubicación en algún pueblo lombardo, en vez de la desordenada vegetación tropical con su humedad y sus miles de insectos repugnantes. “Buena madera” dijo Juan Carlos, uno de los emparejados, al que le gustaba fanfarronear sobre materiales, construcciones, y propiedades. A pesar de su rusticidad superficial, algo en la forma de las ventanas me recordaba a las casas más o menos modernistas que, a veces, cuando no están tapadas por rejas, todavía se pueden ver en Barrio La Granja o Barrio Roosevelt. Con desánimo pensé en las promesas rotas de la segunda mitad del siglo xx, un San José cercado por suburbios à la estadounidense, pero después me di cuenta que esa ni siquiera era mi época y, por lo mismo, tampoco mi derrota.
La pregunta entre nuestro grupo era si el Conde residía en el lugar o era una de sus muchas inversiones inmobiliarias. Nos resultaban familiares los relatos de algunos conocidos que viajaron a Barcelona o Londres, en donde las propiedades estaban exclusivamente dedicadas a los alojamientos temporales, muchas veces dentro de complejos habitacionales con residentes de largo plazo, gente que con suspicacia miraba el ir y venir de los turistas a quienes de seguro maldecían internamente o, por qué no, externamente, debido a su efecto gentrificador o a sus costumbres demasiado festivas en medio de un lugar en el que la mayoría quería seguir su rutina.
Pero ya solo por su nombre y su secretismo, el personaje de este Airbnb nos empezó a generar curiosidad. Durante los primeros minutos de estar en la casa todo parecía inocuo. Algo agotados por el trayecto, nos acomodamos en nuestras respectivas habitaciones y, como siempre, me tocó dormir en la misma cama que Pollo, el otro solterón del grupo, algo que no me causaba la menor molestia a pesar de sus infames ronquidos y sonambulismo, pues siempre he gozado de un sueño profundo durante el que no pocas veces me han dado por muerto.
Luego de una ducha rápida, nos reunimos a las 6 de la tarde en la sala y ahí tuvimos la primera impresión de algo ligeramente anacrónico. No sé si en ese momento podría llamársele un malestar, pero sí una atmósfera dislocada. La sala podía pertenecer a los años 80 o incluso a un período anterior, por su falta absoluta de elementos contemporáneos. Nada de televisión, luces inteligentes, asistentes virtuales, o incluso decoración que pudiese evocar algo construido y diseñado en los últimos 30 años. La totalidad parecía estar dispuesta a dar una impresión anticuada que no correspondía con la fecha de construcción, pues convenimos en que era imposible que la casa tuviese más de diez años. Este detalle se lo achacamos a la excentricidad del propietario, que iba creciendo como presencia fantasmal en cada metro cuadrado de la casa. De repente, nos quedaba claro que era muy improbable que no la habitara al menos durante algunas épocas del año.
Amalia esperaba que este aparente carácter ludita del italiano no escondiera alguna desagradable sorpresa.
“Ojalá y no sea de esos pervertidos de Airbnb que tienen cámaras escondidas por todo lado”, dijo.
“Pues igual no tendría mucho con que entretenerse”, respondió Pollo.
Esta manera de decir la verdad mediante bromas era característica de Pollo, similar a ciertos golpes de karate en apariencia ligeros pero que pueden infligir enorme daño. Sin duda tenía claro que entre las dos parejas de la excursión se sumaban unos veinte años de convivencia, o sea que la pasión no desbordaba. Los otros diez años sumados de soltería entre él y yo, sin demasiada voluntad o expectativas reales de llevarlos a un fin, servían de complemento. Es parte de cierta sabiduría colectiva que hay un período de la vida propicio a la aventura y el riesgo. En nuestro caso ese momento había acabado hace mucho, sin que nos diéramos cuenta a partir de exactamente cuándo.
El itinerario consistía en explorar algunos senderos de la zona y encontrar una legendaria poza semi escondida que el amigo de un amigo recomendaba fervientemente y en donde haríamos un picnic. Para las noches, algunos tragos en la casa alquilada, momento en el que invariablemente hablaríamos de cosas sucedidas hace diez años o más, un ritual que era necesario para completar el paseo. Otro consistía en hablar mal de amigos que no estaban presentes y que al mismo tiempo podrían estar hablando mal de nosotros. Así fueron las cosas durante los últimos cinco años y nos parecía perfecto que también lo fuesen en esta ocasión. No había razón para experimentar con la fórmula.
II
Antes de que saliéramos la primera noche a matar tiempo en alguna cantinucha local, Amelia y Roberto señalaron otro detalle anacrónico de la casa: una biblioteca empotrada al lado izquierdo de la puerta principal, que había pasado por el rabo de mi ojo y que, por prejuicio, había descartado como una de esas falsas bibliotecas decorativas rellenadas con falsos tomos y adornos. Resulta que la biblioteca era bastante real, si bien de modestas dimensiones. Antes de salir hice la nota mental de revisar los tomos por mera curiosidad; no tenía idea de cuáles podrían ser las lecturas del misterioso italiano.
La cantina a la que fuimos esa noche parecía más una imitación de cantina rural. Tanto había avanzado el proceso de turistificación del lugar que fue como si hubiese empezado siendo cantina, en el sentido más clásico, para luego pasar por una fase de malograda modernización y, por último, una etapa manierista en donde intentaba volver a ser lo que fue en un principio. Amelia y Sofía conversaban ignorando a los cuatro varones del grupo, haciéndose confidencias alcoholizadas en las que seguramente no teníamos ningún lugar. Un tanto aburrido, me puse a estudiar sus expresiones faciales y la manera en que iban pasando durante la conversación de la ternura al escepticismo, a la burla y, a ratos, al desacuerdo enfático. Me distraía en ocasiones Roberto, que transpiraba en exceso y parloteaba sobre cómo siempre quiso tener un bar, y de que cuando juntara el dinero y demás podíamos ser socios. “Jamás, ni en la más desquiciada realidad paralela”, pensé.
En los parlantes sonaba a un volumen al borde de lo incómodo una selección de rancheras que salía de una lista de reproducción de YouTube. Sofía y Roberto eran de esas parejas que, arrastrados por alguna noción de modernidad social, decidieron tener una relación abierta con resultados poco felices. Después de una breve separación decidieron volver a estar juntos, pero un rastro de incomodidad seguía flotando en todas sus interacciones. Mi intuición era que Amelia y Juan Carlos se soportaban mutuamente de una manera estable, adulta, resignada incluso. Pollo se rejuvenecía periódicamente con dosis de mdma y amigos menores. “Como un vampiro”, le decía yo cuando quería que dejara de molestar a la juventud, pero en realidad sentía una especie de envidia. Tal vez en el fondo había resuelto muchas cosas de manera más inteligente que los demás.
El estado de ánimo general no era particularmente festivo esa noche. Yo tomaba despacio mi cerveza como manera de hacer pasar el tiempo, pues no tenía ninguna intención de amanecer de goma en un día que prometía bastantes kilómetros de caminata. De todas maneras, por ahí de la medianoche, cuando regresamos a la casa, no pude resistir las ganas de ver por encima la biblioteca del Conde. Revisando los tomos, empezó a revelarse un patrón que de manera caritativa podría describir como “sesgado hacia la derecha política”. Además de las predecibles historias del Imperio Romano, algunas novelas en francés e italiano del siglo xix (Balzac, Stendhal, Salgari), encontré al alguna vez muy leído Oswald Spengler, a Nietzsche, una biografía de Mussolini, una historia del Tercer Reich y algunos enfant terribles de la literatura europea como Céline y el más contemporáneo Houellebecq. También varias novelas del entrañable monarquista Yukio Mishima.
Todo lo anterior en medio de libros aparentemente inocuos de fotografías dedicados a la campiña Toscana y castillos medievales del norte italiano. El Conde tenía sus inquietudes; no diríamos necesariamente que las de un intelectual, pero al menos las de un diletante, y uno inclinado hacia figuras menos que edificantes.
“Creo que el Conde es un facho”, le dije a mis amigos la mañana siguiente al levantarnos para ir a caminar por el sendero. Lo dije con un tono casual, casi indiferente. “Aaaah, ok”, dijo Sofía con cierta confusión, como si no tuviese la menor idea de lo que podría significar. Juan Carlos, en pantaloneta, anteojos oscuros y camiseta de tirantes, viéndose ridículo, como un joven de 18 años que se va a la playa, aclaró que “todos los italianos son fachos”. Amelia le quitó seriedad al asunto diciendo que seguro era de esos tipos de ahora cuyo extremismo político no pasaba de Internet, un cincuentón cascarrabias que postea en Facebook.
“Puede ser, puede ser”, les respondí. “Pero algo de crédito hay que darle por mantener la decoración de la casa y toda la vibra más o menos acorde”.
“Rajado”, dijo alguien que no distinguí.
En unos minutos empezamos la larga y tediosa caminata. Mientras hacíamos el primer kilómetro, algo ensimismado, empecé a dar crédito a la idea del Conde como un pobre diablo que ventilaba sus ideas en foros de Internet, más que la de una especie de aventurero a lo Curzio Malaparte, pero no me dejaba de generar cierta inquietud el estar más o menos en sus dominios. Esta inquietud no era desagrado ni alegría, más bien una especie de incredulidad. Tal vez la época del riesgo y la acción había terminado también para ese tipo de figuras con ideario político otrora tabú.
Ya era la misión de los jóvenes turcos revivirlas y vaya que lo hacían. Bastaba con asomarse a ciertas redes sociales. El italiano quizás ensanchaba la nómina de extranjeros con pasado oscuro que por razones vagas terminan en nuestro país, similar a un decadente ruso con el que un amigo tuvo negocios en Guanacaste. Su onda era una mezcla de alcoholismo, putas, trabajadores indocumentados y fortunas mal habidas durante el colapso soviético. O al menos eso relataba mi amigo, pues nunca conocí al turbio ruso.
III
Nuestra situación en la casa me remitió a un un giallo titulado Cinco muñecas para la luna de agosto, dirigido por Mario Bava, en el que un grupo de hombres y mujeres en una vivienda aislada y elegante eran asesinados poco a poco de forma misteriosa, como lo establecen las convenciones del género. Otra convención era que apareciese la actriz Edwige Fenech con sus espectaculares cabellos y sus no menos espectaculares cejas y rímel, pero eso no viene al caso ahora. Lamentablemente, ninguna de las mujeres de nuestro grupo era remotamente parecidas a Edwige Fenech, pero los hombres tampoco éramos dandies millonarios. Como víctimas de película de horror italiana, resultábamos muy carentes de glamour. Al mirar nuestras figuras transpiradas y algo lastimosas al empezar el camino de vuelta, sentí que éramos cuerpos atrofiados por la urbanidad, o al menos lo que se hace pasar por urbanidad en este país.
Tras la caminata, tuve una siesta excesivamente larga con sueños incómodos que mezclaban hechos ocurridos en las últimas horas y episodios vergonzosos del pasado.
Me desperté con una leve angustia y seguía intrigado por las sorpresas que la casa podría darnos. Pero, aparte de la biblioteca, solo algunas revistas desperdigadas en la mesa de la sala me dieron más pistas sobre el Conde. Algunos ajados números de antiguas publicaciones de cine italiano, un calendario Pirelli de la época en que era bueno y más intrigante todavía, un álbum de fotos donde aparecía un hombre de estatura mediana, pelo rubio, cejas pobladas e hiperbólicas en completo uniforme de caza, posando con rifles junto a otros hombres de apariencia autosatisfecha y saludable. En otras imágenes posaban junto a sus presas: jabalíes, ciervos y lobos. Pero la textura de las imágenes, algunas en blanco y negro, remontaban más a los años 50 y 60 que a cualquier cosa ocurrida en las últimas tres décadas. Las caras de esos hombres no eran caras de hoy. No podría explicarlo bien, pero algo de su gestualidad, de su estar en el mundo, me remitió a un período lejano.
Especulé que se trataba de algún familiar del Conde, quizás su padre, en tiempos en que la caza era un símbolo de virilidad y elegancia aristocrática. Encontré también un catálogo italiano y a color de armas de 1972, diseñado con una simpleza que pertenecía, una vez más, a tiempos idos. Tuve un impulso estúpido que pudo arruinar nuestra calificación de Airbnb: metí el catálogo discretamente en el maletón deportivo en el que llevaba las horrendas pantalonetas y camisas que portaba en el paseo. “Me guía la belleza de nuestras armas”, pensé casi inmediatamente en esa estrofa del viejo Leonard.
Cuando le enseñé a los demás las fotos de caza, Sofía tuvo una reacción que me pareció melodramática. Con una mirada despectiva que se asomaba en ocasiones, y de la que no pocas veces era yo el objetivo, me dijo con mucho énfasis que le parecía una “bar-ba-ri-dad” que un anfitrión de la plataforma tuviese esas “co-chi-na-das” en una casa para alquilar, y que iba a reportar a ese hijueputa “fa-cho” asesino de inocente fauna. Ninguno de los varones quiso intervenir; solo Amelia, con cierto humor, le dijo:
“Es vara indignarse por lo que un montón de italianos cazaban hace sesenta años. Las cabezas disecadas de esos venados ya deben estar juntando polvo en algún ático”.
Yo asentí con un gesto engreído que debió atizar el rencor de Sofía.
“Acá ninguno de nosotros sabe nada del campo y de sus rituales, así que antes de lloriquear mejor entender”, dije tratando de rematar, pero fallando espantosamente, pues era conocida entre el grupo mi antipatía absoluta por el campo.
“Ah, mirá. El hombre de montaña, jugando de rústico”, dijo Sofía, seguro sumando un punto más a la larga lista de cosas por las que apenas me toleraba.
A mí ella me resultaba, a grandes rasgos, indiferente. Si al final se separaba de Juan Carlos, estoy seguro de que nunca la volvería a ver, y ese pensamiento me resultaba incluso feliz. Amalia era otro tipo de mujer, más impertinente, sin duda, pero menos dogmática, con más sentido del humor. Tal vez ligeramente menos bella, con más asimetrías en su cara, de una fisicalidad más cruda, qué se yo. En todo caso, ambas eran territorio vedado. Nada en el ámbito del erotismo podía brotar de ese paseo.
Nos preparábamos para otra caminata extensa y estoy seguro de que Pollo y yo maldijimos a lo interno, pues compartíamos la idea de un paseo veraniego como oportunidad para vegetar de la manera más estúpida e improductiva posible, en el mejor de los casos con la puntuación de una lectura no demasiado exigente. A las parejas les gustaba caminar y caminar y caminar y, vaya a saber por qué, buscar rincones escondidos, playas semi vírgenes, cataratas en lo profundo de alguna estúpida montaña. Tal vez era una forma de no tener que hablar mucho. Estoy seguro de que, en sus viajes a Europa, eran de ese tipo de personas que intentan ver diez ciudades en dos semanas, o algo así de ridículo. A mí ya me empezaban a doler los pies y estaba con los primeros asomos de una lumbalgia que me atormentaba incluso desde tiempos menos decrépitos.
Como era de esperar, la legendaria poza que nos habían recomendado resultó ser un mito, o desapareció por completo vaya a saber por qué razones. Dimos muchas vueltas en vano y las parejas estaban de mal humor. Un poco alejado, Pollo sacaba fotos con el teléfono de manera estoica, como era su costumbre. Resignados, nos fuimos a la casa para preparar unos tragos y quizás beber desde las 5 de la tarde hasta donde el cuerpo nos lo permitiera, que, cabe decir, ya no era mucho, o era mucho menos que antes. Las botellas de Stolichnaya esperaban alineadas sobre el desayunador y, como no estábamos para cócteles muy elaborados, algo de soda y limón servirían de modesto complemento.
Sofía y Juan Carlos se quejaron de las malas vibras de la casa, que a esas alturas a mí me parecían más intrigantes que otra cosa.
“Al menos no es el típico Airbnb genérico que está solo para sacar plata. Me podrá parecer más o menos simpático el dueño, pero, diay, tiene algo de carácter”, dijo Roberto sin demasiada convicción, pero queriendo llevar la contraria a la otra pareja que también parecía irritarlo por su quisquillosidad excesiva.
“A mí no me importa si fue la casa del mismísimo Hitler. Quiero tomar guaro” agregó Pollo, el único bon vivant legítimo del grupo.
Ante esto Roberto puso una cara algo compungida y dijo: “Pero la llevamos suave, que últimamente me están dando unos ardores en el estómago. No sé qué será; como piedras o algo”.
Sabíamos que esas pretensiones de llevarla suave eran pura pantomima, pero tampoco tenía ganas de una crisis de mi amigo que lo revolcara de dolor en la cama. Decidí ignorarlo.
“¿Sabían que la nieta de Mussolini grabó un disco de pop en los 80, y que además canta en japonés porque lo grabó en Tokio?”
Solté ese dato que me pareció ligeramente relevante dadas las circunstancias.
“Uy tranquilo, Wikipedia” me dijo Sofía, que tampoco tenía demasiada tolerancia para mis datos de trivia, a su parecer completamente inútiles.
Casi siempre los demás impedían que pusiera música, por considerar mis gustos “rebuscados”; y así fue como se privaron de escuchar la faceta musical de la nieta de Il Duce.
Los primeros minutos de la noche se estaban volviendo un tanto pesados, con una humedad que sería mejor combatir con bebida los más pronto posible.
Las posibilidades de una velada inocua, por un lado, y otra de recriminaciones en principio triviales pero que podrían escalar hacia asuntos más delicados era de 50/50. Mentalmente ya preparaba algunos dardos envenenados que de inmediato me avergonzaban. Los efectos del alcohol en el grupo ya habían demostrado ser impredecibles en veladas anteriores. Reticente, yo cortaba los limones y rompía la bolsa de hielo con un cuchillo. Los grotescos asesinatos de las películas giallo me pasaron por la cabeza casi de inmediato, como un pensamiento intrusivo.
“¿Cómo será echarse unos tragos con el Conde?” les dije. “Al rato es como Mel Gibson, que con tres whiskies empieza a despotricar contra los judíos”.
Silencio.
IV
Amelia dijo que estaba estudiando tarot y que andaba su baraja en la maleta, por lo que podría hacernos una lectura a manera de entretenimiento.
“Nada serio”, afirmó. “Nada de qué asustarse”.
“Ah, el tarot como jueguito de mesa”, dijo Pollo con escepticismo. “Para eso me traía el Monopoly”.
“Si quiero una lectura de tarot, quiero asustarme, quiero mala vibra, estar incómodo” le dijo Roberto, que era tan inofensivo como los demás pero que no desaprovechaba ocasión alguna para expresar su pasión por la “mala vibra”.
“El Conde. Eso sí es mala vibra. No se lo esperaban, ¿ah? Un fas-cis-ta”, dije yo, quizás invocando a la figura que todos preferían olvidar.
Salí por un momento de la casa para fumar un cigarro, hábito que había sustituido casi por completo por un ridículo aparato de vaporización que funcionaba con aceites de aroma frutal.
De todas maneras, muy esporádicamente, añoraba un cigarro de verdad, como en ese momento en el que lo encendí mientras miraba la silueta del volcán Arenal y escuchaba ruidos del bosque que se mezclaban con las voces de mis amigos. Ya estaba desacostumbrado al sabor venenoso que me dejaba el cigarro en la boca. Me sorprendía haber fumado por tantos años.
Quien visite esta área protegida no debe perderse, además, las coladas de lava que bajaron en 1992, el impresionante árbol de ceiba con más de 400 años de antigüedad y los senderos a lo largo de un extenso y auténtico bosque lluvioso, donde puede apreciar la vida silvestre y los recursos que el Parque protege, leí en el sitio del Sistema Nacional de Áreas de Conservación, teléfono en mano.
Había algo en la misma idea de un volcán que imponía respeto, pero en mi caso también algo de pánico. Con los ojos entrecerrados, añoré estar de nuevo en la Gran Área Metropolitana. No sé por qué, exactamente, si en teoría estaba a mi alcance lo que gringos y europeos pagan por venir a experimentar: aire fresco, exuberancia tropical, un verdor casi aplastante. Quizás era eso, un verdor demasiado aplastante, una noche demasiado caliente.
La farsesca lectura de tarot se volvió un borrón. Busqué la embriaguez lo más pronto posible. En realidad, todo era demasiado: la casa, la oscuridad de las afueras combinada con toda clase de sonidos animales, el tarot, los tragos de vodka.
Me negué rotundamente a que Amelia me hiciera la lectura; solo pensaba en dos cosas de las que no sabía nada, de las que resultaba, digamos, un hombre en falta: los automóviles y las armas. La cháchara de mis amigos se volvía más lejana, como si estuviera bajándole el volumen, mientras el otro canal, el de mis pensamientos, se volvía más potente. “Nada de armas, no. Nunca. ¿Qué hubiese hecho en la guerra yo, que ni siquiera saqué licencia de conducir? Cochinada de persona, atorrante, inútil”.
Tuve una fantasía de sacar el permiso de portación de armas, convertirme en un hombre de acción, dispararle a alguna rata de las que merodean el barrio, solo para saber qué se siente. “Legítima defensa” pensé, como la de otro ruso que vivía acá y detuvo no sé cuántos asaltos a su negocio, matando a los cacos en varias ocasiones.
“Izquierda o derecha, soy pro-violencia”, dicen que dijo Mishima alguna vez.
Pensé en el escenario patético de una muerte violenta o su reverso fallido, un disparo autoinfligido por accidente, en el muslo o el pie, el trayecto en ambulancia hacia el hospital como un desfile de la vergüenza. Estas cavilaciones se interrumpieron por un grito ebrio de Roberto ante alguna interpretación tarotística de Amelia, y luego Pollo revolviendo la baraja y lanzándola al aire, diciendo “basta, basta, basta”.
Juan Carlos leía en voz alta fragmentos de la biografía de Mussolini, muerto de risa, como si fuese una recopilación de chistes. Ante tanto barullo, me excusé y apenas me puse las cobijas caí dormido. Como cada noche, caí en un agujero del más oscuro sueño.
Me pregunto si esa noche Amelia y Juan Carlos o Sofía y Roberto decidieron revolcarse pensando en ser observados por las eventuales y quizás solo fantasiosas cámaras del Conde, si eso les ayudó a revivir cierta pasión perdida.
La presencia de una tercera mirada lejana, desdeñosa, quizás impotente, activando deseos adormecidos por mucho tiempo. En general, el consenso es que fue un paseo de mierda. Al Conde le pusimos cinco estrellas porque nos dio vergüenza poner menos.
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